Rómpeme, pero no me dejes: fragmentos de Frida Kahlo

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A Frida la han acusado de todo: que era la peor de las tóxicas, que ha sido sobrevalorada –insertar una alcancía florida de puerquito cejón– porque sólo se quejaba de sus desgracias, que era una bohemia, loca, extravagante, hambrienta de atención; que su marido le terminaba las pinturas, que era la encarnación del “yo, luego yo y al último yo”, que no merece su presencia en los billetes, que fue una genio feminista de su época y una figura mexicana emblemática… en fin.

Este 6 de julio, en su cumpleaños 115, dedicamos algunas reflexiones en torno a la gran Frida, la resquebrajada, cuya obra y vida representan un mural: si no se aprecia la obra completa, como un todo, jamás podremos comprenderla.

Pata de palo

Frida Kahlo nació rota en la afamada Casa Azul, dando inicio a una historia circular, pues habría de fallecer hacia 1954 en el mismo lecho e idéntico mes, bajo las lluvias del verano. Desde pequeña fue apodada como “Pata de palo”, pues padecía una poliomielitis que acortó su pierna derecha, y la dejó renga de por vida. Su padre, la primera pieza que la completaba, le inculcó deportes, lecturas, pintura y fotografía. Ella decidió estudiar Medicina, pero entonces el primer accidente en su vida habría de cambiarle el rumbo; o, mejor dicho, encaminarla a su auténtico destino.

Santa Frida y su epifanía

A los 18 años, cuando más ganas de vivir y de volar se tienen, el autobús en el que viajaba Frida fue arrollado por un tranvía. Un señor despistado la cargó mientras se desangraba, y la recostó sobre una mesa de billar mientras llegaba la ambulancia, sólo para retornar a una existencia llena de achaques: pelvis, costillas, huesos rotos; lesiones en la espina dorsal, su matriz atrofiada, todo causa de numerosas operaciones futuras y una salud siempre frágil, como de pajarito.

Su calvario empeoró durante su estancia en cama, cuando su novio Alejandro terminó con ella para irse a Europa. El desgarre emocional coincidía con los terribles dolores en la columna vertebral. Así, debido a la inmovilidad a la que se vio sometida varios meses, Frida comenzó a pintar. Tal vez estaba aburrida, quizás lo hizo sólo por atender a los intentos desesperados de su padre por animarla. Su madre diseñó un caballete especial, empotrado a la cama, sobre el que podía pintar recostada; y colocó un espejo en la parte superior, desde el que veía su imagen en cualquier momento.

Entonces ocurrió una revelación espiritual: el sufrimiento como filosofía, cosmovisión e identidad. Frida supo que era una mártir, y que el arte podía ayudarla a desahogar su dolor. Pintó su primer autorretrato, e igual escribió una carta a Alejandro, en la que aseguraba saberlo todo. Sí, de la noche a la mañana, había envejecido con amargura.

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La paloma y el elefante

El arte la llevó a conocer a Diego Rivera, su segundo accidente y el amor de su vida. Su tormentosa historia es bien conocida; llena de altibajos, amor, celos, arte, pasión, desencanto, socialité, política, un vínculo creativo, infidelidades, odio, un divorcio en 1939 y un segundo matrimonio un año después. Existía entre ellos una diferencia de edad de 21 años. Frida ya sabía que él no era monógamo y aún así lo aceptó, plenamente consciente de que su relación iba generarle sufrimiento, como si ya se hubiese acostumbrado a ello y lo necesitara. Enfrentó el lío amoroso que su marido tuvo con su propia hermana, Cristina. Los abortos sólo empeoraban la situación. Es que, aunque Frida Kahlo tuvo otras parejas sentimentales, las infidelidades de su único, adorado pero promiscuo compañero, hicieron de las peleas entre ellos algo cotidiano.

Y aún así, no todo fue malo.

Frida y Diego forjaron un vínculo complejo, se apoyaban, se admiraban profundamente. En su segundo matrimonio acordaron compañerismo, porque necesitaban la presencia del otro más allá del plano físico. El diario de la pintora se encuentra repleto de páginas dedicadas a su cónyuge; en grande, en pequeño, como planas, en forma de poema y dibujado.

Después de todo, ella había crecido en la dependencia física: su enfermedad como límite, le hizo creer que sólo Diego la aceptaría. Por eso lo adoraba.

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Las dos Fridas: arte y vida

Su vida, en contra de sus deseos más profundos, siempre pareció resquebrajada: entre el dolor corporal y los padecimientos del alma, entre los sueños –de amor, de hijos– y la realidad –dolor e impotencia–. Ella menciona en sus diarios: “En mi figura completa solo hay uno y quiero dos. Para tener yo los dos me tienen que cortar uno. Es el uno que no tengo el que tengo que tener”. En ocasiones fue su padre, o su hermana, un marido inestable, un hijo que no pudo concebir… todos negados. Cuando perdió su pierna, ocurrió la materialización de eso que tanto temía: la individualidad, la soledad.

Así, el arte se convirtió en ese complemento que la ayudaba a sobrevivir; uno que nunca le sería infiel. Desarrolló un estilo intimista, absolutamente personal, ingenuo, pero cargado de simbolismo vivo en sus flores, espinas, sangre, animales, cuerpos desnudos y mutilados, maternidad, huesos, fajas, metal, prótesis, exvotos y fe.

Frida experimentó la vida a través del dolor, y lo enalteció. E incluso, halló cierta ironía en su propio martirio que la divertía, como cuando asistió en camilla a la única exposición individual que hizo en su vida, un año antes de su muerte. El último cuadro que se exhibe en el Museo Frida Kahlo, se trata de un óleo que muestra varios cortes de sandía en tonos muy vivos. En uno de estos trozos y junto a su firma se puede leer: "Viva la vida. Coyoacán, 1954, México".

Porque incluso en lo más horrible, halló belleza; porque Frida era una artista.

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